(Por Mercedes Ezquiaga)
Con la adquisición de una escultura invisible en 18.300 dólares del italiano Salvatore Garau, el mundo del arte volvió a colocarse en el centro de la escena a fuerza de rareza y excentricidad -como siempre ocurre cuando logra trascender sus propias y minúsculas fronteras- al igual que cuando otro italiano, Maurizio Cattelan, vendió una banana real por 120 mil dólares.
«La característica primordial del arte contemporáneo del siglo 21 es que las habilidades tradicionales del artista, como por ejemplo la composición y coloración, ahora se han vuelto secundarias con respecto a la originalidad, innovación y conmoción que hay que conseguir como sea», analizaba el escritor y economista canadiense Don Thompson en su libro «La supermodelo y la caja de brillo. Los entresijos de la industria del arte contemporáneo».
«Yo Soy» (Io sono, en italiano) es el nombre de esta escultura inmaterial (invisible) vendida días atrás en la casa de subastas Art-Rite por 15 mil euros, una pieza de «vacío» que, además, exige al comprador acomodarla en un espacio amplio, en una habitación libre de obstáculos cuyas dimensiones sean de 1,5 por 1,5 metros.
El estadounidense Andy Warhol escribió que si alguien «va a comprar un cuadro de 200.000 dólares debería tomar el dinero, atarlo y colgarlo en la pared. Y cuando alguien fuera a visitarle lo primero que vería sería el dinero en la pared», como se puede leer en su libro «Mi filosofía de A a B y de B a A».
La obra «invisible» estaba valuada inicialmente en 6.000 euros pero la subasta alcanzó los 12.000 (más 3.000 de comisión) para dejar en manos del comprador nada más que el certificado de garantía, el único elemento material de la pieza que en el catálogo se reproducía como una sencilla página en blanco.
Para el artista, «el éxito de la subasta atestigua un hecho irrefutable: el vacío no es más que un espacio lleno de energía, y aunque lo vaciemos y no quede nada, según el principio de incertidumbre de Heisenberg esa nada tiene un peso».
«En el momento en que decida exponer una escultura inmaterial en un espacio determinado, ese espacio concentrará una determinada cantidad y densidad de pensamientos en un punto preciso, creando una escultura que desde mi solo título adoptará las más variadas formas», agregó en sus declaraciones a medios italianos.
Lo que parece una broma pero no lo es, evidencia que el arte se ha empeñado durante décadas en imponer una barrera invisible e infranqueable con el gran público y las veces que ese mundillo logra traspasar sus propias fronteras tiene que ver con ventas millonarias (el arte como un commoditie) o con piezas extravagantes o insólitas. O la sumatoria de ambas.
Es innegable el peso del mercado y del capitalismo a ultranza como eje de esta escena, pero es válido aclarar que mercado del arte y mundo del arte no son necesariamente lo mismo, ya que el segundo es mucho más amplio, aunque ambos tengan la capacidad de condensar en su accionar una metáfora de época.
Si se intenta ubicar un punto de partida para este derrotero de excentricidad y arte conceptual se puede pensar cuando el británico Damien Hirst metió un tiburón de dos toneladas de peso y cuatro metros de largo, disecado, en una vitrina gigante y lo llamó «La imposibilidad física de la muerte en la mente de alguien vivo». La obra se vendió en 12 millones de dólares y nunca antes en la historia se había pagado tanto por la obra de un artista vivo. Aunque era el año 2005. Una acción similar hoy espantaría no solo a la activista Greta Thunberg.
Ocurre que el arte conceptual -ese que privilegia la idea por sobre el objeto- ha producido obras de intensa reflexión pero también gestos crípticos que dejan al público en un absoluto desamparo semántico.
El crítico de arte y escritor español Javier Montes señalaba en marzo pasado -durante la presentación de su último libro «El misterioso caso del asesinato del arte moderno»- que «el arte es un truco, una ficción, como toda creación humana. El arte es un truco de magia y en los trucos está la verdad también. Es una ficción verdadera».
Si hubiera un concurso de bromista del arte contemporáneo, el premio sería sin dudas para el italiano Maurizio Cattelan (Padua, 1960), reconocido por sus esculturas del papa Juan Pablo II aplastado por un meteorito o por instalar un inodoro real de oro macizo -de 18 kilates- en uno de los toilettes del Museo Guggenheim de Nueva York, al que bautizó «América».
La primera exposición de su vida consistió en un agasajo para periodistas e invitados que cuando llegaron a la puerta de la galería se encontraron con un cartel pegado en el frente que decía «Vuelvo enseguida» (en italiano «Torno subito»). Esa era la obra. No había nada adentro y el artista, claro, nunca regresó.
En diciembre de 2019, justo antes de que el mundo entrara en pandemia, Cattelan presentó en la feria Art Basel Miami Beach la «escultura» de una banana real pegada a la pared con un trozo de cinta plástica, que tituló «Comediante», que adquirió el Museo Guggenheim por 120 mil dólares.
En su statement, el artista italiano hizo alusión a la icónica portada del álbum de The Velvet Underground ilustrado por Andy Warhol, y luego a la famosa pintada del muro de Berlin, de hombres cabeza de robot comiendo bananas, símbolo de la división de Alemania. Pero puertas afuera del mundillo artístico -incluso adentro- no era más que una tomada de pelo.
El antropólogo y ensayista Néstor García Canclini decía en su libro «La sociedad sin relato» que «el arte es el lugar de la inminencia» y desde el año 2008 para acá, «trabaja en las huellas de lo ingobernable». En aquel volumen hacía referencia también a la obra «Mierda de artista», de Piero Manzoni (curiosamente o no, otro italiano) que llevó en los años 60, a la sala de exhibición 90 latas de conserva de mierda para vender cada gramo de acuerdo a la cotización del oro, como «destino reiterado» de un campo de arte ensimismado que permanentemente busca perforar sus propias fronteras, analizaba el escritor. Tiempo después se supo que las célebres latas no contenía mierda sino yeso.
En línea con lo escatológico, el estadounidense Andrés Serrano presentó en la Galería Nacional de Victoria, Australia, una fotografía de 1987 que muestra un pequeño crucifijo sumergido en un vaso con la orina del propio artista y que tituló -sin reflexionar demasiado al respecto- «Piss Christ». La obra fue objeto de vandalismo por parte de un visitante, que la atacó con un martillo.
Como parte de este decálogo de obras curiosas es imposible no mencionar al francés Marcel Duchamp, al que todos los artistas conceptuales rinden homenaje en su accionar habitual. A comienzos del siglo XX instituyó el carácter ordinario del arte al dictaminar que un simple objeto cotidiano -un urinario- podía cumplir una trayectoria similar a la de una complejísima pieza de arte.
Los ready-made consistían en sacar de su contexto a los objetos de uso cotidiano para convertirlos en obras de arte, por lo que presentó un urinario sobre una tarima, dado vuelta, al que bautizó «Fuente», polémica incluida.
El interrogante de muchos especialistas es si, tal vez, la evolución del arte contemporáneo refleja la evolución de nuestra sociedad de consumo.
Mientras aclare el panorama tal vez no sorprenda que un día se convierta en real una escena como la de la película «Sin título», una gran sorna al mundillo del arte, donde el protagonista (Adam Goldberg) trata de ingresar a la exposición de un artista pero le cuesta porque la puerta está bloqueada, hasta que descubre un pequeño cartel que indica «tapón de goma para evitar la apertura de puerta (2008)». Eso era también una obra de arte.
Télam
Foto: ABMB19, Galleries, Perrotin, PR