Un punto de encuentro para calmar el dolor
Son pasadas las 12 del mediodía del 25 de noviembre. La noticia impacta en todo el mundo. Murió Diego Armando Maradona en su casa de un barrio cerrado de zona norte de Buenos Aires.
Las redes estallan y los fieles maradonianos -como aclaró el propio Maradona en el libro ‘Yo soy el Diego’- se juntan, con el paso de las horas, en diferentes puntos del país y de la capital argentina, como el Obelisco y la Plaza de Mayo, entre otros.
Uno de esos puntos es el estadio que lleva su nombre, el de Argentinos Juniors, en el límite entre La Paternal y un barrio pequeño llamado Villa General Mitre que casi nadie menciona, porque la cancha del «Bicho» es el corazón mismo de La Paternal.
Diego, el único ser humano vivo convertido en mito, dejó un dolor profundo en los futboleros y las futboleras, y también en quienes lo vieron y se cobijaron en él como un líder de los humildes, ya que nunca perdió su pertenencia de clase.
Ese amor, esa fidelidad -porque Maradona tiene fieles, ya sea en la Iglesia Maradoniana de Rosario, en Nápoles o en un lugar inhóspito- encontró un espacio para ser canalizado en Boyacá entre Juan Agustín García y San Blas, en donde hoy se ubica la tribuna popular del estadio.
Desde el 25 de noviembre hasta hoy, todos los días, a cualquier hora, una flor, una camiseta o una pelota reposan a los pies del santuario. Llegan desde cualquier lado, en bici, en auto o caminando, con el barbijo que denota un duelo en plena pandemia de coronavirus y miran hacia el santuario que la dirigencia de Argentinos Juniors decidió instalar dentro mismo del estadio.
El origen fue espontáneo, pero cuando las velas en la vía pública comenzaron a ser una amenaza para las ofrendas brindadas a un nuevo Dios, desde el club abrieron una sala, que tiene bancos similares a los de cualquier iglesia, con una pintura de Diego en el fondo, y repleto de regalos a modo de ofrendas.
«La idea surgió al ver mucha gente que venía al estadio a dejar sus ofrendas de cara a una imagen de Diego. Y nosotros teníamos un lugar vacío, que era un depósito, al lado del vestuario donde él se cambiaba en la cancha vieja. A los cuatro días de decidirlo ya lo tuvimos inaugurado», señaló Cristian Malaspina, presidente del club, a Télam.
Desde el 2 de diciembre se trabajó sin parar y en poco más de una semana se completó la obra. A pocos metros, no más de 20, un artista callejero pinta imágenes en las que se vio al «10» tantas veces, con la pelota; con Doña Tota y Don Diego; y la emblemática: con la camiseta de la Selección argentina levantado la Copa del Mundo de México ’86.
Impresiona, al poner un pie en ese espacio de unos 50 metros cuadrados, ver a chicos y chicas que ni siquiera conocieron el paso de Diego como entrenador de la Selección en el 2010.
Son herederos y herederas de una pasión, como Camila, de sólo siete años, que le deja una pelota, pero no cualquiera, sino la primera «bocha» con la que empezó a patear junto con su papá, Sebastián, y su mamá, Romina, dos «hinchas» de Pelusa, como está reflejado en la pintura luce el santuario.
«La quiso traer y dejársela, nos contó que así sentirá que Diego está feliz porque él lo era cuando tenía una pelota en sus pies», cuenta el padre, quien no disimula para nada las lágrimas, porque «duele mucho todavía» su partida. La charla con Télam dura pocos minutos, porque el tiempo en el santuario es acotado para que todos puedan ingresar.
La nena se mantiene en silencio, deja su pequeña pelota debajo de una camiseta de All Boys, que es vecina de una de Argentinos y otra de Independiente, club que admiraba el crack en su infancia, cuando idolatraba a Ricardo Enrique Bochini. O el Bocha, como lo llamaba, y con el que compartió plantel en México ’86.
Otros curiosos se asoman, están de paso, vieron movimiento de gente y se quedaron un largo rato en la vereda, mirando detrás de la puerta enrejada.
Más tarde, aparecen dos adultos mayores, compañeros de andanzas en los inicios de Maradona en Argentinos, allá por la segunda mitad de los setenta. Todos los días, Rodolfo, de 80, y Ernesto, de 81, socios del club, aprovechan el buen clima y se dan una vuelta.
«Vivimos a unas cuadras y salimos poco por la pandemia. cambiamos nuestro café cotidiano en un bar de Buffano y Álvarez Jonte por esto. Pasamos, le decimos gracias al Diego por hacernos felices y seguimos. Su recuerdo estará siempre latente», confiesa el primero mientras se seca la frente con un pañuelo de tela.
El calor de diciembre se hace sentir. Los y las fieles se acercan en mayor número alrededor de las 19, cuando cae un poco el sol. Cantan, aplauden y todavía tienen fuerzas para saltar al ritmo de Rodrigo cuando suena «a poco que debutó, Maradó, Maradó…», en el estribillo de la Mano de Dios.
La noche toca la puerta y el santuario cierra las suyas, aunque desde afuera se puede mirar sin complicaciones. Pasadas las 22, las luces de la calle iluminan y los autos pasan veloces por Boyacá. Los últimos presentes dejan un recuerdo suyo para que descanse allí para siempre, junto con el eterno Diego.
Atrás queda el primer mes desde que una insuficiencia cardíaca le dijera basta a una vida entre las mil vidas que vivió. Lo único que no queda atrás, a diferencia de los jugadores ingleses en el mejor de la historia de los Mundiales, es el dolor de sus fieles. Los mismos que encuentran, en ese santuario, un punto en común para homenajearlo y llorarlo.