
Un recorrido por las causas y circunstancias que marcaron el fin de los pontífices, desde martirios heroicos hasta decesos apacibles, reflejo de la complejidad de su misión.
Por Marcelo Pérez Peláez (con asistencia de Grok).
En la historia de la Iglesia Católica, la muerte de los papas ha sido un reflejo de los tiempos que les tocó vivir. Desde los martirios de los primeros siglos hasta las enfermedades propias de la vejez en la era moderna, cada pontífice ha cerrado su capítulo terreno dejando una huella imborrable. Este relato explora las circunstancias que rodearon sus partidas, combinando el rigor de los hechos con la sensibilidad que evoca la finitud humana.
El martirio de los orígenes: Una fe sellada con sangre
En los albores del cristianismo, ser papa era una sentencia de peligro constante. Los primeros pontífices, como San Pedro, enfrentaron la persecución del Imperio Romano con un coraje que los convirtió en mártires. Según la tradición, Pedro, el primer papa, fue crucificado cabeza abajo en el año 67, un gesto de humildad para no emular la muerte de Jesús. Otros, como Clemente I, encontraron su fin atados a un ancla y arrojados al Mar Negro, mientras que Esteban I fue decapitado en plena celebración de la misa en el año 257. Estas muertes, lejos de ser meros episodios de violencia, forjaron la identidad de una Iglesia naciente, dispuesta a sostener su fe aun a costa de la vida.
La lista de mártires es extensa: al menos catorce papas entre los años 106 y 253 fueron ejecutados bajo la jurisdicción romana. Cada uno de ellos, desde Sixto II, decapitado en el 258, hasta Fabiano, martirizado en el 250, dejó un testimonio de resistencia. Sus muertes no solo marcaron el fin de sus pontificados, sino que también consolidaron el cristianismo como una fuerza espiritual capaz de sobrevivir a la opresión.
Intrigas y poder: Los siglos de las sombras
Con el paso de los siglos, la consolidación del cristianismo trajo nuevos desafíos. La Edad Media y el Renacimiento fueron testigos de un papado inmerso en luchas de poder, donde la muerte violenta no siempre provenía de enemigos externos, sino de intrigas internas. Papas como Juan VIII, en el siglo IX, fueron víctimas de traiciones palaciegas; se dice que fue envenenado y luego golpeado hasta la muerte por un clérigo. Juan X, en el 929, fue asfixiado con una almohada en el Castel Sant’Angelo, mientras que Benedicto VI, en el 974, fue estrangulado por orden de un antipapa.
El siglo X, conocido como el “saeculum obscurum” o siglo oscuro, fue particularmente turbulento. Juan XII, uno de los papas más controvertidos, murió en el 964, según rumores, tras un ataque de apoplejía durante un encuentro amoroso. Aunque la veracidad de estas historias es debatida, reflejan el clima de inestabilidad y escándalo que rodeaba al papado en esa época. Incluso en el siglo XII, la violencia persistía: Lucio II murió en 1145 tras ser alcanzado por una piedra durante un enfrentamiento con el Senado romano.
Estas muertes, marcadas por la ambición y el conflicto, muestran un papado atrapado en las tensiones entre lo espiritual y lo terrenal. Sin embargo, también evidencian la resiliencia de una institución que, a pesar de sus crisis, logró sobrevivir y renovarse.
La enfermedad como destino: Las muertes naturales
A medida que la Iglesia consolidaba su influencia, las muertes violentas dieron paso, en su mayoría, a decesos por causas naturales. Los papas, como cualquier mortal, sucumbieron a las dolencias de su tiempo. Las crónicas históricas registran una amplia gama de enfermedades que marcaron el fin de los pontífices: desde fiebres agudas y malaria hasta accidentes cerebrovasculares, enfermedades cardíacas y cáncer.
En la Edad Media, la peste fue un azote recurrente. Papas como Clemente VI, que sobrevivió a la Peste Negra, fueron excepciones en un contexto donde las enfermedades infecciosas diezmaban poblaciones. Otros, como Inocencio XIII, murieron de desnutrición, mientras que Pablo IV enfrentó una combinación de anemia y trombosis venosa profunda. En los siglos modernos, las enfermedades renales, como las causadas por cálculos de origen gotoso, afectaron a papas como Clemente VIII y Benedicto XIV.
Un estudio médico destaca que, entre 1555 y 1978, nueve de 51 papas murieron con edema, una acumulación de líquido que señalaba problemas graves, como insuficiencia cardíaca o enfermedad renal. Juan Pablo I, por ejemplo, falleció de un fallo cardíaco en 1978, apenas 33 días después de asumir el pontificado, un evento que conmocionó al mundo por su brevedad.
Estas muertes, aunque menos dramáticas que los martirios o asesinatos, no carecen de peso. Cada papa, al enfrentar la enfermedad, encarnó la fragilidad humana, recordando que incluso el líder de la Iglesia no está exento del destino común.
Patrones y transformaciones: Un reflejo de la historia
A lo largo de los siglos, las muertes de los papas han seguido patrones que reflejan los cambios históricos. En los primeros siglos, el martirio dominó debido a la persecución romana. En la Edad Media, las intrigas políticas y las luchas de poder llevaron a asesinatos y muertes en circunstancias sospechosas. En la era moderna, con la estabilización del papado y avances en la medicina, las causas naturales se volvieron predominantes.
Un dato significativo es que aproximadamente el 9,5% de los papas, unos 25 de los más de 260 que han existido, murieron por causas no naturales. La mayoría de estas muertes ocurrieron en los primeros siglos, cuando el cristianismo aún luchaba por establecerse. En contraste, en los últimos siglos, solo un 2% de los papas han fallecido en circunstancias violentas, un reflejo de la mayor seguridad y estabilidad institucional.
La evolución de estas causas de muerte no solo cuenta la historia del papado, sino también la de la humanidad. Los martirios hablan de una fe inquebrantable; los asesinatos, de las ambiciones y fragilidades humanas; las enfermedades, de la lucha universal contra la mortalidad. Cada pontífice, al partir, dejó un legado que trasciende su final, moldeando el rumbo de la Iglesia y del mundo.
La muerte como espejo
La muerte de un papa, ya sea en la cruz, en un palacio o en una cama de hospital, es más que el fin de una vida: es un momento que invita a reflexionar sobre el sentido de su misión. En un mundo marcado por la incertidumbre, el legado de los pontífices nos desafía a preguntarnos cómo enfrentamos nuestra propia finitud. Sus vidas, llenas de contradicciones y sacrificios, nos recuerdan que incluso en los roles más elevados, la humanidad prevalece. Mientras la Iglesia sigue adelante, cada muerte papal resuena como un eco de eternidad, llamándonos a construir un futuro donde la fe, la justicia y la compasión sean las verdaderas herencias.
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